Extraño fenómeno en el cielo de alguna ciudad en la que vivo ficticiamente.

Una aurora boreal de ácido lisérgico se desplegaba en el cielo reflejándose en el vaso vacío de mi mesita de noche, el silencio era roto por perros que aullaban enloquecidos, alertando de que algo que olía a peligro estaba próximo. Sabía que encender la luz, gritar o intentar escapar no serviría de nada, así que me limitaba a observar el monstruoso espectáculo de colores que albergaba el cielo, sin temor, respirando profundamente, porque ya había vivido aquello y conocía como acababa aquella situación. Oí unos pasos apresurados por las escaleras, mi madre abrió la puerta de mi habitación llorando, fuera de sí, temía por su vida, y por la mía, temía por la humanidad, el fin del mundo, gritaba, uniéndose a todas las voces que se desgarraban en terror y lanzaban profecías al cielo, el fin del mundo, apocalipsis, juicio final, muerte. Yo sonreía, y mi madre me abrazaba temblando, y secaba sus lagrimas con mi sabana, tranquila mamá, todo va a salir bien, no es el fin del mundo, pero seguía llorando impotente, sin saber que hacer. Le acaricié el pelo, me levanté y le cogí de la mano para llevarla hasta la ventana, ella se resistía, pero sé que le desconcertaba que yo estuviera tan tranquila. Le señalé el cielo, mira mamá, alguien quiere decirnos algo. La nube de colores brillantes empezó a moverse y a formar composiciones de geometría fractal, psicodelicos mosaicos, hipnotizantes figuras que calmaron al mundo, como si la luz verde y rosa y morada y amarilla de aquel fenómeno, que iluminaba nuestras caras y los tejados de las casas, consumiera el miedo e hiciera olvidar el dolor de perderlo todo.