El incendio.

Las llamas lo devoraban todo, el fuego se cernía sobre sus caras de angustia, desfiguradas y  llenas de horror. El hollín se pegaba a sus pieles quebrando la blancura de su tierna carne, y un grito de dolor ahogado surgía de sus gargantas cada vez más secas, intentando escapar de aquellos cuerpos que se abrasaban lentamente.

Sabían que era el final, y por ello ya no rezaban, ya no pedían a ningún dios que tuviera piedad de ellos, porque ni el mismísimo dios podría salvarles de aquella pesadilla.

Y mientras las vigas caían, los muebles ardían y todo se tornaba infierno, se miraron a los ojos a modo de despedida, ojos alumbrados por el reflejo naranja de las llamas, ojos llenos de gritos, ojos que lloraban, ojos que pedían en vano auxilio, ojos del color del humo y de la muerte, ojos de niños rotos.